Soy
hijo de una madre soltera de la cuál siempre obtuve todo porque era
adicta a su trabajo y era muy apegada a sus responsabilidades. Tuve
siempre un buen techo en el cual nunca hubo una gotera y nunca vi un
plato que no tuviese comida. En mi mochila del colegio siempre tuve
libros y cuadernos cagados de mis dibujitos y letras.
Gracias a Verónica tuve todo ya que la mitad de cada uno de sus latidos eran para mí.
De
jovencito recuerdo que nos mudamos a San Pedro de Macorís. Si mi
memoria no está mal era el barrio los maestros, casa de dos plantas;
arriba vivía doña rosa y al frente estaban Don Bienvenido y su colmado.
En aquel colmado aprendí la diferencia enorme que existe entre los jugos
ricas normales y los 100%. Aprendí lo que era una jugola. A una cuadra
vivía Alexis Sánchez, mi primer amigo del pueblo, y su familia. Eramos
todos súper fanáticos de las tortugas ninjas y el abuelo de Alexis era
experto en decir: “Santiago, Santiago, La ciudad corazón”.
También
aprendí que la televisión y el nintendo siempre estaban ahí. Sobre todo
en la soledad y en los días “sin familia” (Vamos a llamarle así a los
días en que mami terminaba tarde en las noches de inventario), en la
enfermedad y en la joven e ingenua locura. Creo que estar en mi
habitación en paz y jugando video juegos fue la primer probadita que
tuve de independencia y libertad.
Quizás
a mami le preocupaba, pero no había de que. Creo que aprendió cómo era
mi forma de ser luego de que aquella vez fui a casa de Carlo Danilo
Pestana a jugar súper nintendo. Y era las 7 de la noche y ella estaba
loca buscándome ya que nunca le dije a donde iba. Eran las 8 PM cuando
llegué a nuestro apartamento y lo encuentro lleno de policías. Claro,
con mami al final de la sala con un cinturón en mano. Creo que fue la
gran pela de esa época de mi vida; sólo superadas por las pelas que
patrocinaba alguien que ahora mismo no tiene importancia.
Encontré
en la familia de Carlos Danilo muchos valores que quizá nunca hubiese
tenido en casa. Aprendí mucho de ayudar desinteresadamente. Aprendí a
comer en una mesa llena de gente. Me aprendí a sentar. Entre mi mamá y
los Pestana Torres me enseñaron a trabajar.
Pero
era ahí, o desarmando electrónicos o dañando computadoras en casa. O
jugando en las consolas prestadas de amiguitos que se iban de viaje.
Pero siempre solo.
Y
no sabe usted, señora Verónica, lo mucho que agradezco esos espacios de
mi vida en que nadie ponía de más en el reloj de arena y el tiempo era
mío y de yo poder controlarlo. No se me preocupe, que aprendí muy bien
que mi familia son mis amigos y que sólo puedo contar con usted cuando
algo se necesita.
Gracias
a ti no hay razón pa’ andar echándole romo al corazón para que llegue
el olvido ya que el vacío de los ausentes se llena con cualquier momento
de ocio.
Ya
de adolescente lo sabía. Me agarraba la madrugada cuando me tocaba
caminar de Cyber Town hasta la casa. Recuerdo que a veces me esperabas
despierta, preocupada. Pero ya sabías que vivía de la madrugada y sólo
le temías a lo que la calle pudiese haber hecho conmigo.
Y
nunca me juzgaste ni intentaste cambiar como era. De ahí aprendí a no
juzgar, aceptar y dejar correr. En verdad no tienes que pensar mucho en
lo que has hecho por mí porque has hecho bastante, a tu manera. No hablo
de buena universidad ni tremendos colegios porque esos no me aportaron
la gran vaina. Pero tú sí, con tu paciencia, tú sí, con tu espacio.
A
lo mejor esto nadie lo entienda pero no tiene precio el que haya
aprendido de alguna forma lo cruel que puede ser el cariño al compromiso
y no a uno mismo. De lo mucho que cuesta el adaptarse y desprenderse.
¿Podré dejar la soledad que me caracteriza y soltar las mañas que me
hacen quien soy? Mami, yo no sé.
New York, NY
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