“Nueva
York está llena de locos”, me dijo, y de inmediato se sentó frente a mi con un
cigarrillo. “En el tren, me encontré con una jovencita china, tan china que
toda la China le quedaba enana. Entonces empieza la china a hablar en un
español perfecto. Perfectamente argentino!” me dijo riéndose. Se acomoda.
Sus manos van perdiendo la juventud. Su rostro también la va perdiendo. Pienso,
mientras la observo, que ha vivido mucho esta mujer. Me conformo con mirarla
fumar, perdida en sus pensamientos, y con escucharla.
“Yo, de joven, soñé siempre con casarme con un argentino. Siempre me parecieron
tan elegantes y apuestos. Acusemos a las telenovelas de TeleFé. Tenía
muchísimos amigos argentinos por Internet,
y mi sueño era cumplir la mayoría de edad, para irme a vivir en algún lugar
perdido de La Pampa .
Sin embargo, un buen día me di cuenta, por uno de esos amigos electrónicos que
tenía, que en su generalidad son prejuiciados y racistas. Así comenzó a perder
su encanto la tierra de Gardel y el tango. La depesión económica, el
cacerolazo, me hicieron empezar a ver el lado menos encantador del asunto. Me
terminé de desencantar, cuando un tipo, en tono de “relajo”, se atrevió a
decirme que, como no soy blanca y ojos azules, allá no soy más que una negra de
mierda.” Se puso seria un momento, y continuó: “Negra sólo me dice mi madre.
Los argentinos se pueden ir ellos a la mierda.”
Se perdió un segundo en la inspección de los libros que tenía en mi regazo.
Eran tres: “Poemas de Otros” de Mario Benedetti, “Nosotros los Hombres” de
Jorge Debravo y “Canción Enferma” de Otoniel Guevara. Se detuvo en cada uno, como escarbando, y
finalmente se quedó mirando algún poema de los de Benedetti con una sonrisa
triste en los labios. Me pregunté en cuál sería el poema agraciado con el
recuerdo que claramente evocaba en ella, pero me quedé en silencio,
salvaguardando su intimidad.
“Yo también quise ser poeta una vez” me dijo. “Escribí un libro, y todo. Esos
eran los tiempos en los que fui feliz. Todo era mucho más fácil entonces. Todo
era bello.” Se detiene un poco a sacudir las cenizas del cigarrillo en una
latita de salchichas vacía, que había a su lado. “Entonces vino la hecatombe.
Las flores comenzaron a morir porque sólo bebían lágrimas, y todos sabemos que
las lágrimas son saladas, y no sirven para hacer crecer flores.” Se detuvo.
Esta vez estaba seria. Besó su cigarrillo con intensidad. Cuando levantó la
mirada, la tenía llena de ayeres. “Todo se fue poniendo breve. Como las líneas
del poema ese de Benedetti, que dice: ‘usted de todos modos /no sabe ni imagina
/qué sola va a quedar /mi muerte /sin /su /vi /da.’ Siempre me ha gustado ese
poema, por triste. Además de que leí el libro… Cuál era el nombre? Bueno, no
recuerdo, pero lo leí. Ya te dije que yo también iba a ser poeta? Benedetti era
mi favorito. Y entonces se nos murió el viejo…”
Sabía que no era feliz, sólo de verla fumar. Fumaba con ese desdén de los que
no les importa morirse hoy como morirse mañana. Encendió otro cigarrillo.
Quizas como cortés recordatorio de que la conversación no había terminado.
"En mi casa, en el patio, tengo una mata de granadas. Explotan en forma de
recuerdos, de risas, de promesas, porque en realidad la vida es eso, y yo
cuando la sembré le dí eso mismo: mi vida. Las estrellas, son como las
granadas: sólo ves su luz cuando explotan.” Se detiene un instante y carraspea
para limpiar su garganta. “Yo lo amaba, sabes? Un día le dije que así como
creciera esa plantita, que en ese momento no era un retoño más grande que mi
dedo pulgar, así crecería nuestro amor. Ahora la maldita mata de granadas es
inmensa, y pare como si ese fuera su único propósito de ser. El no me ama. De
más está decirlo. Yo... bueno... La jodida mata sigue creciendo, y explotando,
y matando..."
Se
quedó mirando de nuevo su cigarrillo mientras continuaba: "Yo viví en un
cielo azul, sin guardias, sin horarios de tren. Yo tenía perros, y conejitos y
tortugas. Mi mamá tenía muchas plantas y gallinas y pajaritos. Todo eso en el
patio de mi casa. De niña jugué a ser arqueóloga, y rompía todos los juegos de
té que me regalaban para enterrarlos y jugar a encontrarlos. Fui una niña sola,
pero feliz. Ahora, de grande, no he sabido lidiar con esa soledad. Talvez por
eso fumo tanto."
La miré
sonreir triste de nuevo, mientras ella continuaba: "Una vez se me acercó
un tipo. Unos de esos indigentes que pasan la noche en vela, caminando de aquí
para allá. Me dijo que el era un 'Gurú' un 'Maestro de la Meditación'. Me dijo
tambié que tenía su oficina en la 5ta Avenida, que creía firmemente en los OVNIS,
que los Iluminati y los Cientólogos le estaban siguiendo el paso, que la
policía lo tenía fichado porque querían robarle su energía.. Y bueno, me
ofreció un masaje gratis, que yo, claro, decliné." Sonrió de nuevo. Esta
vez, con plenitud. "Yo te dije que aquí en Nueva York hay muchos locos.
Esto está lleno de gente sin juicio!" me dijo, mientras apagaba el
cigarrillo, se ponía de pie y se despedía de mi, como si fuese yo una extraña.
La miré
alejarse, un poco más triste que ayer; un día más vieja, diría yo. Ya hacía
casi 31 años de nuestra cita diaria. De repente, me sentí sola, como cada vez que nos
tocaba separarnos. Y bueno, así me encontró la tarde: sentada, sola, con el
olor a cigarrillos, el espacio viejo y el espejo vacío.
Sarah Valerio
New York, NY
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